Lecturas de domingo
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Instagram, amigos imaginarios y cancelaciones reales
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Instagram, amigos imaginarios y cancelaciones reales

Esta es la parte 2 de "La era del algoritmo: redes sociales y la ilusión del free speech"
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Las redes sociales han evolucionado de simples plataformas para reconectar con tus amigos de la prepa (y darle like a fotos de los bebés de esos amigos), a poderosos ecosistemas de información que moldean nuestra percepción del mundo, influyen en la política y transforman la manera en que nos comunicamos. A medida que el control de estas plataformas recae en agentes artificiales, gobiernos poderosos y decisiones corporativas, es natural que surjan preguntas sobre la autenticidad de la información, la libertad de expresión y los efectos de la censura digital.

En esta segunda parte de La era del algoritmo: redes sociales y la ilusión del free speech, exploro cómo los recientes cambios en Instagram, la construcción de identidades digitales y la dinámica de la cancelación afectan el panorama actual y el futuro del discurso en línea.

Instagram ya no es lo que solía ser

Desde hace tiempo, el viejo y confiable Instagram, lugar de fotos de comida, vacaciones, selfies de espejo y mascotas, dejó de ser un repositorio de imágenes para convertirse en un TikTok wannabe. La plataforma evolucionó hacia un modelo dominado por el contenido en video y las recomendaciones algorítmicas. En paralelo a estos cambios, comenzó a recibir críticas por la toxicidad del algoritmo y su efecto en la salud mental. Meta respondió otorgando opciones de filtrado para darle un mayor control a los usuarios, lo cual fue una medida medio chafa que se ha sentido más como un mecanismo de contención para evitar una mayor regulación gubernamental que como un verdadero apoyo a los usuarios.

Esto es Instagram hoy: un feed de entretenimiento que busca competir con TikTok por la atención de los usuarios. Es entretenimiento light, pues no hay demasiado contenido político. Solo las babosadas regulares de siempre.

Pero las cosas (otra vez) están cambiando. En medio de la pelotera electoral y el ascenso al poder de Trump 2.0, Meta se deshizo de sus equipos de moderadores de contenido y anunció optar por una modalidad de “notas de comunidad”, lo que sin duda tendrá un impacto significativo en la calidad de la información disponible en la plataforma. Los detractores del modelo de moderación de contenido dicen que hay un sesgo natural en los mismos, y que pueden censurar información que es valiosa para un lado de la balanza, sean opiniones políticas o simplemente enseñar las chichis.

Con menos revisiones humanas, es decir, supervisión ex profeso, especializada, puede ser que aumente el riesgo de que la desinformación y los discursos de odio proliferen sin control1, dejando a los algoritmos como los principales árbitros del contenido que sus amos humanos han decidido dejar visible. La decisión de Meta también se alinea con una tendencia más amplia entre techbros, quienes buscan reducir costos delegando cada vez más funciones críticas a la automatización. Y por supuesto, con el nuevo orden político gringo, más inclinado hacia la derecha y el populismo.

Con el despido de los moderadores también es válido plantearnos preguntas sobre la responsabilidad de las grandes corporaciones tecnológicas en la regulación del contenido en línea. Básicamente, yo creo que los broligarcas nos están aventando el problema. No solo los usuarios representamos su mayor insumo (data), sino que ahora se quiere establecer un sistema libertario donde el volumen de las opiniones, y la restricción o no de las mismas, dependerá solo de nosotros.2

Predicción: Instagram y el resto de las redes sociales se convertirán en ecosistemas digitales aún más polarizados, donde la manipulación de narrativas sea más fácil y la confianza en las plataformas se erosione.

Mark Zuckerberg nos va a recordar hasta el cansancio que su empresa sigue siendo independiente, pero su cercanía con la administración de Trump nos hace pensar que podríamos estar en un momento peligroso en el que las redes sociales no solo reflejen la polarización, sino que la amplifiquen deliberadamente en función de intereses oscuros.

O a lo mejor lo único que pasará es que ahora habrá más chichis en Instagram. Y ya.

Tu persona digital en el fondo es una persona imaginaria

Hace muchos años, Fulanito era solo un término para designar a cualquier persona de manera genérica. Hoy, Fulanito3 tiene sus cuentas en redes sociales, las cuales usa para, desde el anonimato, insultar a comentaristas deportivos, mandar dick pics y soltar sus más oscuros deseos racistas o clasistas en internet.

El anonimato y la creación de personas digitales en redes sociales han cambiado la manera en que entendemos la verdad y la libertad de expresión. Creo que no tengo que explicar en qué consiste un perfil anónimo, pero sí habrá que aclarar el concepto de “persona digital”.

Mucha gente interactúa en línea a través de avatares o perfiles que representan versiones exageradas o incluso ficticias de su identidad. Esto puede ser alguien con un apodo y una foto de perfil de Caballeros del Zodiaco, pero no solo es eso. A veces, se trata de una variación de su identidad real (bajo el pretexto de “es mi personal brand en internet”), como en este ejemplo ficticio a continuación:

Marco G.
Padre de dos, esposo, experto en marketing.
Las opiniones son mías y no de mi empleador.

Puede ser que Marco G. en persona sea alguien agradable o encantador, pero que su persona digital nos parezca neurótico, peleonero o narcisista.

Supongo que ese trastorno-bipolar-digital (término que me acabo de sacar de la manga) surge por la necesidad de captar la atención, los clics y los likes. Pero también porque cuando usamos una identidad en línea es frecuente que nuestro comportamiento se diferencie del que tenemos en la vida cotidiana. Y es que la facilidad para opinar sin enfrentar reacciones inmediatas en persona, como que alguien nos lance una cachetada o nos avienten a la policía, nos hace más propensos a la confrontación, la radicalización o la adopción de posturas más extremas.

Esto plantea la inevitable pregunta: ¿hasta qué punto la verdad es moldeada por nuestras personas digitales y cómo afectan la percepción de la libertad de expresión?

No sé si las opiniones de estos “personajes” sea 100% nuestra o, al tratarse de una variación de nuestra identidad real, deba cuestionarse su validez. Si alguien argumenta desde un perfil de persona digital muy trabajado en ciertos temas y rincones del internet, ¿está contribuyendo a una discusión real o simplemente jugando un rol sin consecuencias? El debate se vuelve más complejo cuando estas personas digitales tienen gran alcance (como los influencers), pues lo pueden usar para difundir información engañosa o manipular narrativas en redes.

Si las plataformas premian la viralidad por encima de la precisión en los hechos, el debate público seguirá distorsionándose hasta el punto de que la verdad sea irrelevante. Cuando una cuenta tiene más alcance, su creador recibe estímulos que pueden ir de sentirse validado o aceptado, a recibir una explosión de dopamina en el cerebro e, incluso, a recibir dinero por monetizar sus pendejadas.

Esta búsqueda de validación digital puede hacer que los usuarios adapten sus opiniones o comportamientos para alinearse con lo que genera mayor aceptación dentro de sus círculos virtuales. Esto puede explicar por qué tu amigo que en la vida real es a toda madre es INMAMABLE en LinkedIn o no puede parar de tomarse selfies en Instagram. Tu persona digital en el fondo es una persona imaginaria, pero vaya que puede crear problemas reales.

Hace una década yo les habría dicho: “No pasa nada, así son las redes sociales”. Hoy, la realidad es que las cuentas anónimas y las personas digitales crean un sesgo en la conversación pública, donde las opiniones más populares se amplifican mientras que las perspectivas críticas o disonantes quedan relegadas al margen.

Esto sin hablar de las consecuencias para la salud mental por la presión por mantener una imagen en línea o la autocensura. Ya saben, cuando te sientes cohibido de expresar ideas controvertidas por miedo a la "cancelación"…

La extraña cancelación de Karla Sofía Gascón

En aquellos tiempos (y vaya que eran buenos), la credibilidad de un comunicador se sustentaba en la reputación y el rigor de las fuentes de información, pero en el entorno digital, la validación proviene del número de interacciones y el respaldo de una comunidad afín. Esto hace que las narrativas más atractivas, aunque no necesariamente las más veraces, tengan mayor alcance, lo que refuerza burbujas ideológicas y dificulta el acceso a información “objetiva”. En este sentido, parece que vivimos en una distopía donde la verdad no es ese valor inmutable y confiable que percibíamos antes, sino un producto de la influencia y la repetición.

Aunque las redes sociales han querido ser espacios de libre expresión, todos sabemos que ciertos grupos ideológicos pueden monopolizar la conversación, estableciendo lo que es aceptable y lo que no.

Tomemos el ejemplo de un vegano. En el mundo real, nada lo detiene de ser vegano —solo las limitaciones económicas, la variedad del menú, etc. En el mundo digital, el vegano tiene todo el derecho de exponer su opinión y decirnos por qué considera que su estilo de vida es bueno para él. Y también para el mundo. Este vegano puede caer en la tentación de buscar evangelizar a los “no veganos” y caer en controversias, especialmente con carnívoros de hueso colorado y trolls en línea.

Si el vegano de nuestro ejemplo recibe apoyo masivo por sus comentarios, la sensación de estar en lo correcto se refuerza, reduciendo la posibilidad de cuestionar sus propias creencias. También de simplemente dejar en paz a quienes no piensan como él. En casos extremos, esto puede derivar en linchamientos digitales, donde se coordina el ataque a opositores ideológicos, o la creación de realidades alternativas donde solo las narrativas del grupo tienen validez.

Estos opinadores radicales tienen su fuerza en el grupo. Encuentran también formas probadas de expresarse, como repetir mensajes o memes que se contraponen a narrativas opuestas. El free speech funciona a las mil maravillas cuando lo ejercemos en manada y repitiendo los argumentos de miles de personas afines a nosotros.

El problema es cuando el opinador se aísla. Es justo lo que le ha pasado a Karla Sofía Gascón, protagonista de la película nominada a 13 Oscar, Emilia Pérez. El sentido común me dice que mucha gente piensa lo mismo que Karla Sofía sobre el islam, el caso George Floyd o la inclusión forzada en Hollywood. También muchas personas lo postean al respecto en línea y se avientan peleas de horas argumentando con extraños. Pero aquí hay algunas diferencias: no es lo mismo hacerlo desde el anonimato, como decíamos, o como parte de un grupo en línea que se apoya mutuamente para defender sus barbaridades. Además, alguien como Karla Sofía en 2018 o 2019 no se imaginaba el nivel de fama que iba a alcanzar en 2025. Yo creo que tiene derecho a su libre expresión. Pero como podemos atestiguar, esa libre expresión tiene consecuencias.

Es interesante que la “cultura de la cancelación”, donde voces que disienten de la narrativa dominante son silenciadas o eliminadas, puede aplicar también para alguien que supuestamente forma parte de un grupo históricamente oprimido (la comunidad trans), siempre y cuando sea por las “razones correctas”: no se le cancela por trans, sino por racista, clasista, etc.

La curiosa cancelación de Karla Sofía Gascón plantea un reto para la diversidad de pensamiento. ¿Hasta qué punto es válido limitar ciertas opiniones en nombre de la inclusión y el respeto? Por un lado, hay discursos que fomentan el odio y la violencia, los cuales sin duda deberían ser regulados. Pero, por otro lado, también existe el riesgo de que cualquier opinión crítica o simplemente incómoda, sea catalogada como “problemática” y se enfrente a la censura masiva. O utilizar esas opiniones, comúnmente desenterrando tuits, como pretextos para boicotear a alguien y avergonzarlo por ser, lo que los gringos llaman, un bigot.

En el pasado, figuras como Jordan Peterson han sido objeto de bloqueos en redes sociales por sus críticas a la ideología de género, mientras que comediantes como Dave Chappelle han enfrentado campañas de cancelación debido a chistes que ciertos sectores consideran ofensivos. Y ahora, con el ascenso de pensadores de derecha en la esfera pública y su creciente mayoría en espacios políticos y mediáticos, se abre una nueva interrogante: ¿qué sucederá con los grupos vulnerables que anteriormente fueron defendidos por la izquierda progresista? En un entorno donde el péndulo ideológico ha comenzado a oscilar en la dirección opuesta, existe la posibilidad de que la censura y la cancelación no desaparezcan, sino que cambien de objetivo.

Las voces progresistas, que en el pasado dominaron el discurso digital y cultural, podrían ahora enfrentar una ola de represalias y restricciones similares a las que ellas mismas antes aplicaban a sus oponentes ideológicos.

Y de nuevo, esta situación no solo afecta a figuras públicas, sino que también genera un clima de autocensura donde muchas personas evitan expresar opiniones que podrían ser consideradas controvertidas. Lo cual es una lástima, porque no hay verdadero diálogo. Ni un verdadero cambio social.

Esto fue “Instagram, amigos imaginarios y cancelaciones reales” por Ruy Xoconostle. Caveat: la corrección de estilo de este artículo fue realizada por una inteligencia artificial.

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Y es bien importante el momento de nuevas definiciones. Los límites de la libertad de expresión se tienen que regular y negociar constantemente. ¿Qué es un “discurso de odio”? Si le preguntas a un liberal progresista te dirá que ciertas cosas, y si lo haces con un conservador de derecha te ofrecerá otras. Es complicado.

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Evidentemente, los broligarcas podrían venir a decirme que esto no es enteramente cierto, pues en los términos y condiciones de uso sí hay un montón de contenidos que pueden ser bloqueados por bots automatizados, como (de nuevo) discurso de odio o temas más escabrosos, como tráfico de personas y otro tipo de conductas ilegales. Va, va, va. Pero nadie podrá negar que su nueva postura apunta a que quieren dedicar más recursos a seguir explotando la data, y menos a moderar contenido.

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Por si les interesa: la palabra fulanito viene del árabe hispánico fulán, que a su vez proviene del árabe clásico fulān (فلان), que significa “cierto” o “tal”.

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