Escribí mi primer cuento a los seis años. Era un relato sobre una nave espacial que visitaba varios planetas con temáticas de frutas y verduras. Lo hice a mano en un cuaderno Scribe de “forma italiana” y le puse algunos dibujitos.
A los doce años, usaba una PC en la oficina de mi papá para escribir. El software que usaba era algo que llamaban “procesador de textos”. Había leído Fundación de Isaac Asimov y me obsesioné un poco con el concepto de la Enciclopedia Galáctica, en el sentido de recurso de la trilogía original de novelas que usa el autor para darle contexto a los capítulos. El libro empezaba así:
HARI SELDON— …nacido en el año 11,988 de la Era Galáctica; fallecido en 12,069. Las fechas se expresan más comúnmente en términos de la actual Era Fundacional como —79 hasta el año 1 E.F. Nació en una familia de clase media en Helicon, sector de Arcturus (donde, según una leyenda de autenticidad dudosa, su padre era cultivador de tabaco en las plantas hidropónicas del planeta). Desde temprana edad demostró una asombrosa habilidad para las matemáticas. Las anécdotas sobre su talento son innumerables, y algunas se contradicen entre sí. Se dice que a la edad de dos años…
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Como pueden ver, se trataba de breves párrafos escritos a manera de entradas tipo wiki sobre mundos, personas y situaciones. Volviendo a mi yo de doce años: en aquella PC de la oficina de mi papá yo decidí proseguir la Enciclopedia Galáctica pero agregando entradas de películas que amaba, como 2001: Odisea del espacio, Excalibur y Terminator, y pretendía que todo aquello tenía coherencia en una misma línea narrativa. Escribir es crear mundos y a veces eso implica robar y pegotear.
Entre los dieciséis y los dieciocho empecé diferentes proyectos, noveletas y relatos. En uno hice un relato de fantasía donde un héroe, Lucius, se enfrentaba a un villano, Oscurare, en un tren en movimiento. Luego me volteé a mi realidad inmediata, en el Estado de México, y me inventé un mundo paralelo donde una pandilla de motociclistas a la Robin Hood peleaba contra un gobierno tiránico que abusaba de los pobladores. En mi cabeza era el Edomex de principios de los 90, pero la Ciudad de México había dejado de existir por alguna razón… ¡y también agregué robots! Siempre me ha gustado poner robots en mis historias.
El volumen final fue de 800 cuartillas y acabé poniéndole Crónicas satelucas. A la fecha esos cuentos siguen inéditos y guardados en una caja de plástico en mi casa.
A los diecinueve empecé a escribir mi primera novela, ya más moldeado por el conocimiento que obtuve en la universidad, el grunge rock y diferentes lecturas y autores. El libro se llama Litio, permanece inédito, sucede en este mismo Edomex distópico y alternativo, y trata sobre un tipo que se obsesiona con una chica que lo friendzonea, describe situaciones familiares, con su equipo de futbol americano y la escuela preparatoria.
En aquella época plasmaba mis historias en una máquina de escribir Remington que ya no existe. Imaginen todos esos teclazos grabados sobre papel real, que incluso “intervine” con marcador Esterbrook y notas a mano, como letras de canciones de Jane’s Addiction y Nirvana:
Of course this land is dangerous!
All of the animals
Are capably murderous
La sensación de escribir un relato mecánicamente es inigualable. Aunque en algún momento de los noventa hice la transición natural a escribir full time en una computadora, creo que siempre he extrañado la rudeza del tipo mecánico, el tac-tac de las teclas, el hecho de equivocarte y corregir con una tecla especial o aquel líquido blanco que vendían en las papelerías, el sonido peculiar del carro cuando pasas de renglón, la satisfacción de sacar una hoja de papel lista.
En su versión original, Litio existe aún en papel, pero en algún momento la transcribí para tenerla en un formato digital, el cual descansa a la fecha en mi Google Drive. Ahora escribo en una app que se llama Ulysses, la cual es simple y quizá por eso muy bella, no tiene barra de herramientas y todo el formateo se hace con un lenguaje llamado markdown. Me encanta. No es tan satisfactorio como escribir en una Remington, pero es lo que hay. A veces el progreso nos despoja de las cosas bellas del pasado.
En la universidad, alrededor de 1993-94, conocí a un tipo que hacía esculturas de plastilina y tenía aspiraciones de producir animación claymation. Vi su trabajo y me pareció increíble, algo de otro mundo. Le propuse que animáramos una historia que yo tenía en mente: una adaptación cyberpunk de The Tragedy of Julius Caesar de Shakespeare. Trabajé mis guiones, una tabla de tiempos, y una amiga me ayudó con un storyboard rudimentario. Mi amigo claymator hizo un prototipo del traidor Casio en plastilina. Luego se nos acabó el ímpetu o nos devoró la realidad, no lo sé. El proyecto nunca se realizó. Yo acabé haciendo de mis guiones de Julio César una noveleta (ajá, cyberpunk) en mi México distópico y atemporal, titulada El invierno atómico, aún inédita. En ella me expliqué a mí mismo por qué la Ciudad de México no existía en mis historias: fue víctima de un misterioso desastre en una planta nuclear que volvió gran parte de la urbe en un páramo radiactivo…
En 2003, el gran Patricio Betteo y yo pensamos en hacer una novela gráfica sobre un hacker corporativo que, durante una fiesta de año nuevo, descubre que posee poderes telepáticos capaces de “poner Baja California en el lugar de Yucatán y Yucatán en el lugar de Baja California”. La idea era mía, pero necesitaba del poderoso arte de Betteo. Tristemente, es otro proyecto inconcluso: no pasamos de los storyboards y abandonamos ese barco. Mi historia terminaría integrándose a mi serie de novelas Hackers de arcoíris.
A pesar de que algunos proyectos nunca salen adelante y otros se quedan en buenas intenciones, el alma creativa no se detiene. Hay que alimentarla con un poco de todo: lo valioso, lo enriquecedor, la basura, las experiencias propias, los sueños, los recuerdos… pero sobre todo, la curiosidad.
Yo me jacto de ser un experimentador creativo: desde muy joven me gusta ver las posibilidades de expresarme de nuevas formas. En la IA, por ejemplo, veo un aliado más que una amenaza. Supongo que es la misma actitud que me hizo dejar la Remington por el Word en 1993. Me gusta imaginar cosas y las herramientas están a la mano. ¿Por qué no hacerlo? El alma creativa está ahí y solo necesita gasolina, echarla para adelante, lanzarse sobre las historias y las atmósferas y las bellezas de los sueños de opio imaginarios, los mundos que no existen ni necesitan existir para ser reales…
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