He dejado de ir al cine. Mis hábitos cinéfilos han cambiado. Se vienen a mi cabeza al menos tres razones: 1) la pandemia me volvió un oso que hiberna a diario y trabaja desde casa (solo voy a la oficina una vez a la semana), 2) no tengo novia desde principios de 2019 (para mí el cine siempre fui un ritual social-romántico) y 3) me interesan más cosas que puedo ver desde casa.
Debo confesar que, a diferencia de otras personas, a mí no me dolió la ausencia de salas cinematográficas durante la pandemia. Sí, desde una perspectiva “romántica” me gusta la idea de que la gente ame al cine y asistir a una sala siga siendo una parte importante de su educación intelectual, social y emocional. Y es que siempre fui un creyente del cine: mi papá me enseñó a ser un espectador cortés, a no comer durante la función (uff, en esa época él odiaba la idea de las dulcerías), a guardarme los comentarios para después de la película, no golpear la butaca de la persona de enfrente, etcétera. Para mí, aquellas minucias de cortesía eran obvias: ir al cine era un ritual silencioso en una sala oscura, y hacerlo correctamente era una forma de respeto al autor del filme y a las demás personas alrededor.
Sin embargo, durante la pandemia no me hizo falta ir al cine. Vi mucho cine, y muchas series, pero desde casa (como todos, a menos que seas Howard Hughes). Cuando abrieron las salas, me dio mucha alegría; mi primera película fue Godzilla vs Kong, la vi solito con todo y palomitas en un Cinépolis. Regresaron también las funciones de prensa, a las cuales tengo la fortuna de ser invitado por virtud de nuestro podcast en Paiki Network. Pero siendo absolutamente honesto, desde la pandemia no he tenido muchas ganas de ir al cine y ha dejado de ser una actividad básica en mi vida.
Hablemos de la cartelera. El tema es polémico, pues la industria se debate desde hace tiempo entre la satanización de las películas de superhéroes que, si bien son el género económicamente dominante que sigue llenando las salas, también ha contribuido a la extinción de otras formas de hacer cine. Así como el western tuvo su ocaso, hoy las películas de acción, los thrillers de policías y ladrones y las comedias románticas son subgéneros que cada vez se producen menos porque suponen una oferta muy poco atractiva para las salas. Si no es la nueva de James Bond o Tom Cruise haciendo stunts inimaginables, no hay muchas razones por las cuales los estudios quieran invertir en grandes campañas para motivar a la gente a salir de sus casas, trasladarse y gastarse el equivalente a tres o cuatro meses de streaming en una sola película.
Se le echa la culpa a Netflix de esta debacle, pues es más atractivo echarse a cucharear con tu interés amoroso mientras ves la nueva porquería de Lindsay Lohan, pedir algo por Uber Eats y, con suerte, pausar y ponerse a cochar, que meterse a un centro comercial a ver un churro que, lo sabes, ni siquiera va a estar bueno.
Se le echa la culpa a la tecnología: las pantallas caseras cada vez se ven mejor y suenan mejor. También a los teléfonos, pues en la última década un chingo de gente se ha hecho del horrible hábito de ver una película y mirar chats o Instagram al mismo tiempo (no los juzgo, yo también lo he hecho). Esta nefasta práctica se nota mucho en las salas, donde ya es normal ver gente chateando en WhatsApp durante la película, lampareando a la gente a su alrededor con el brillo de la pantalla, el equivalente 2022 de los idiotas que hace 20 años se ponían a hablar por teléfono a los gritos durante, no sé, Gladiador.
Ahora quiero hablar de mi segunda razón, el cine como ritual social-romántico. Hace no mucho tiempo, en otra época pre-pandemia, ir al cine era mi actividad de jour los fines de semana. Para mí, ir al cine iba pegado con compartir con mi otro significativo un espacio que implicaba desestrés, conversar antes de la función con una cerveza en mano, acariciarnos las manos y las brazos durante toda la película, intercambiar algunos besillos, pedir la cena completa o solo palomitas. En los 90, cuando tuve mi etapa de aficionado del cine turco (los fans del HYP3 entenderán la referencia), mi interés en una chica era proporcional a qué tan cautivadoras me parecían sus opiniones post-proyección. De alguna forma, supongo que sigue siendo igual.
El cine siempre fue una pieza importante de mi educación sentimental. Sentirme conectado con alguien, de una u otra forma, con la idea de ver una película juntos, era la pasta. Podía tratarse de un afán completista, como en oye, este año sí tenemos que ver todas las nominadas al Oscar. Podía ser una propuesta simple: hay que ver la nueva de Marvel o la nueva de Woody Allen o esta cinta de la que todos están hablando. Podía ser un “hey, quiero que conozcas esto que forma parte de mí y quiero mostrarte”. 1
Tuve una novia con la que la trilogía de El Señor de los Anillos marcó el ritmo de nuestra relación: iniciamos con La Comunidad de Anillo y terminamos con El Retorno del Rey. Y una película y un cine en especial (el hoy extinto Cine Apolo en Ciudad Satélite) también me traen un recuerdo muy especial: tenía 15 años y le di un primer beso a la chica que sería mi novia durante el resto de la prepa. Sucedió en un moviedate para ver la película de U2, Rattle and Hum. El beso se dio durante la canción “Bad” (toda la canción, de hecho). Algo similar me pasó con una chica cuando yo ya tenía 42 años: vimos Terminator Genisys (horrible), pero pasamos toda la proyección con una tensión de hornyness fuerte entre ambos. Cuando empezaron los créditos finales nos besamos con ganas. Nuestro primer beso.
¿Saben? Ambas experiencias, a los 15 y a los 42, fueron bastante románticas.
Y también, como parte de esa educación sentimental, el cine se puede asociar a los momentos tristes con otras personas. Odié Thor porque durante esa película terminé con una chica que me tenía fascinado, y la noche acabó en un pleito monumental. Durante años odié Love Actually porque me recordaba lo solo que me sentía cuando salió y cuánto odié no tener alguien con quien disfrutarla en pareja. Vi La La Land con mi chica cuando enmedio de aquella relación gravitaba esa sensación de, ¿ya saben?, noviazgos que están viviendo tiempo extra. A los pocos días terminamos. Nuestra última película juntos había sido La La Land. 💔
Para acabar con las historias tristes, quiero mencionar Mad Max: Fury Road. La vi solo, en un Cinemex. Y aunque la amé con todas mis fuerzas, aquel era un momento muy deprimente en mi vida y odié, no saben cuánto, no compartir esa película tan increíble con una persona especial. El cine también tiene un significado cuando no lo compartes con los ausentes. Pienso en la secuela de Avatar, que veré la próxima semana. Sé que es el tipo de espectáculo visual que me hará recordar a mi papá. Voy a pensar “uff, cómo habría amado ver esta película con el viejón”.
Yo sé que a mucha gente le gusta ir al cine sola, incluso dicen amar esa experiencia. Yo no. Para mí el cine es algo para compartir. Si no, se siente como mero trámite.
Quiero cerrar este artículo hablando de cómo es que hay cosas que me interesan más ver desde casa que en una sala de cine. Y me refiero no a las películas, sino a las series.
Pienso que las series se han vuelto nuestras nuevas novelas. Con novelas no me refiero a La Fiera con Victoria Ruffo, sino al género literario que se cosechó en Europa durante el siglo XIX: vastas historias publicados en libros gordos, culebrones con múltiples personajes y múltiples líneas narrativas. Su lectura no podía suceder en un par de horas, ni en un solo día; era un trabajo de varios días, de semanas.
Hoy, algo que mis amigos mamadores del cine detestan de mí, es una de las cosas que más aprecio de los modernos servicios de streaming: la posibilidad de poner pausa, hacer otras cosas, recibir mi pizza, ir al baño, incluso parar un episodio a la mitad y regresar dos, tres días después.
A diferencia de aquel ritual silencioso en una sala oscura en el que me inició mi padre, las series son más parecidas a la experiencia de leer un libro: se busca el tiempo para continuar leyendo, y si colocas tu separador y te paras a prepararte algo de cenar, nadie piensa que eres un idiota insensible que está rompiendo el lazo mágico entre el escritor y su lector. Por supuesto, entiendo muy bien que los libros son una tecnología antigua que solo se echa a andar cuando uno le pone una moneda a la imaginación literaria, ese regalo lindísimo que nos dan las letras y que se ejercita solo con la lectura, devorando párrafo por párrafo y capítulo por capítulo.
Y tampoco quiero decir que ver series es equivalente a leer libros, pero sí es una experiencia similar, bajo demanda. Mi ejemplo, para variar, será burdo: si te estás orinando en el cine, el cácaro no le va a poner pausa solo porque le tiene consideración a tu vejiga. Las películas en las salas no conocen la pausa, pues el cine es un flujo que se disfruta mejor si no se detiene; en cambio, las series son narrativas que se pueden disfrutar en intervalos de flujos. Así se estructuran estas historias, de hecho: en capítulos y temporadas. Los que vimos ese trágico episodio final de La Casa del Dragón ahora tenemos que colocar todas esas emociones en un librero en nuestra cabeza y esperar dos años a que revivan. ¿No es lo mismo que uno hace con un libro que recién acabó, pero poniéndolo en un librero real, físico, a guardar polvo, como esperando a que algún día llegue un nuevo lector?
Siete series llenaron mi corazón este año mucho más que cualquier película. Me enternecieron, me estremecieron, me hicieron llorar y emocionarme, y en algunos casos me volaron la cabeza. Todas las vi solo, tirado en mi cama. Se trata de The Dropout, The Boys, Yellowjackets, Severance, Better Call Saul, Pam y Tommy y Andor. Si las tuviera que poner en orden de cuánto ocuparon mi corazón y mi mente, este sería:
Yellowjackets
Better Call Saul
Severance
The Boys
Andor
Pam y Tommy
The Dropout
Para mí ver una serie cada vez más es una experiencia que no quiero dejar ir ni reemplazar. Debo decir que hace muchos años yo pensaba diferente, consideraba a las series como un entretenimiento menor. Pero hoy, se ha combinado que he envejecido (con gracia, espero) y por lo tanto me he relajado al respecto, y muchas series se producen con intención cinematográfica: son hermosas al ojo y al oído. Así es que si me dan a escoger entre ir al cine con la novia que no tengo o quedarme en casa, en pants y comida a domicilio y Bolsita y Muga durmiendo a mi lado… qué les digo.
Pero bueno, uno nunca sabe. Quizá en un futuro vuelva a tener novia y rescate esos deleitables placeres de la sala silenciosa y oscura, donde siempre hay algo que ver y dejarse contar.
Sobre el ocaso del cine de prestigio
The New York Times ha escrito recientemente sobre cómo el “cine de prestigio”, aquel que entre otoño e invierno invertía grandes cantidades de dinero en promocionarse, teniendo la temporada de premios en mente, está cruzando por una crisis sin precedentes que alcanzó un pico interesante el año pasado, cuando CODA de Apple TV+ se convirtió en la primera cinta producida por un servicio de streaming en ganar el Oscar a Mejor Película, y que ahora en 2022 parece confirmar que el cine de autor hollywoodense está muriendo lentamente.
Sobre la violencia digital contra Marion Reimers
En estos días mundialistas, El País ha escrito una pieza que describe el acoso que sufre la comentarista futbolera en redes sociales. A mi parecer el tema está pobremente analizado, el argumento de los bots en contra de Marion apenas y se sostiene (se siente sobreexplotado y conspiracionista), y si bien el acoso y la misoginia en redes sociales OBVIAMENTE es una realidad diaria (y Marion los padece, eso es un hecho), el artículo no indaga sobre la complicada personalidad de la locutora quien, en mi opinión, es una personalidad de la televisión prepotente y antipática que convenientemente maquilla su inexistente conexión con el público al que se dirige (mayoritariamente masculino) con la vieja cantaleta del sexismo, la misoginia, etc.
Una foto en mi carrete
Una playlist para ustedes
Esta es mi playlist otoñal en Spotify. Tiene notas spookys y huele a invierno, cobijas y café calientito. Espero que la disfruten.
¡Nos leemos pronto!
Se que quizá no es importante. Mis motivos para dejar de ir al cine son un poco diferentes. Primero dejé de ver trailers, pues en ellos estaba contenida la película completa (con todo y spoilers). Luego obviamente la pandemia llegó y nada de salir a ningún lado. Cuando se pudo de nuevo, algo había pasado. La sensación ya no era la misma. Esos idiotas con celulares encendidos en cualquier momento de la función daban al traste con la magia. Finalmente, muchas de las películas actuales son un “reboot” o un “remake” y eso contribuye a no necesitar ir al cine. El streaming ha llenado ese lugar. No es lo mismo, pero ahí uno ve lo que quiere.