Oda a las gaseosas en máquinas automatizadas
¿Amar las máquinas de refrescos es un fetiche?
Las máquinas de refrescos son fascinantes: son como robots torpes de primera generación, un milagro de la ingeniería moderna que solo pudo haber nacido de la mano del capitalismo. Pones una moneda o un billete. En segundos tienes un refresco. El sonido de la lata cayendo por el laberinto interno de la máquina es un sonido de felicidad.
Ahora que he estado viendo Fallout en Prime Video y miro la estética ray-gun gothic de la serie pienso en las vending machine Nuka-Cola (aquí un modelo para impresión 3D) y la promesa vintage de la automatización en el retro-futuro apocalíptico de la serie. Todo ello me hace pensar en los automats también.
En Seattle había una máquina de refrescos que protagonizó durante un par de décadas una leyenda urbana. La máquina se encontraba en el barrio de Capitol Hill, y se cuenta que desde finales de los 90 despachó gaseosas de sabores curiosos, incluso retro, desde sus misteriosos botones. Un cerrajero le proveía electricidad a la máquina, colocada en la vil calle, pero nunca nadie supo quién le resurtía de sodas en lata. Fue vandalizada en varias ocasiones y retirada para supuestas reparaciones, pero desapareció del ojo público en el año 2018.1
Me hubiera gustado estar frente a la misteriosa máquina de refrescos de Capitol Hill. Pero eso no quiere decir que no he tenido mi dosis de historias de vending machines.
A los 11 años hice un viaje solo. No exactamente solo, pues me acompañaban unos setenta chamacos de mi misma edad, pero de alguna forma sí era un viaje en solitario pues mis padres no iban conmigo.
Se trataba del tradicional viaje de intercambio del equipo de futbol americano en el que yo jugaba de chaval —el primero de ese tipo en el que yo participaba, de hecho. Mi hermano, mayor que yo por siete años, ya había ido a un viaje de intercambio —a Glendale, California—, así es que luego de escuchar sus historias, mis expectativas eran altas. Mi destino era Irving, Texas. Mi primer viaje a Estados Unidos.
Como pueden esperar, el meollo del viaje consistía en ir a jugar contra un equipo local de liga infantil, en este caso, los Jets de Irving. Nosotros éramos los Cowboys, los Cowboys de Echegaray, aunque creo que nunca nadie nos dijo así. Recuerdo que ibamos dos categorías; también recuerdo que no tuve que patalear ni rogar para asistir, mis padres accedieron a dejarme ir y pagaron el viaje.
A diferencia de mí, muchos compañeros sí irían asistidos por sus padres. Los míos, no lo sé, quizá estaban muy ocupados o no tenían suficiente dinero. El caso es que a) accedieron al plan, b) pagaron el viaje y c) me dieron 100 dólares para mis gastos, lo cual me pareció una fortuna.
Finalmente, me “encargaron” con el dueño del equipo, el coach Prado. Salimos en camión desde el Gigante de Santa Mónica en el H. municipio de Tlalnepantla, Edomex, muy de madrugada. Fue un recorrido de más de 24 horas. Todo sucedió en un mes de septiembre.
Podría narrar las muchas y variadas cosas que viví en ese viaje, pero como podrán imaginarse este post se trata solo de una de ellas: mi experiencia con las vending machines.
A mis 11 años yo sabía que existían ese tipo de máquinas, de eso me acuerdo. Sin embargo, nunca había visto una en persona: fue en La Quinta Inn donde el primer refresco en forma de lata de aluminio llegó a mis manos luego de introducir una moneda, un quarter, la cual golpeaba algún mecanismo en el interior de aquella caja, para luego sonar estridentemente durante todo el recorrido hasta la ranura en la parte inferior.
Parte del viaje consistía en padecer la experiencia de vivir durante unos días de intercambio en la casa de uno de los jugadores contrarios. La Quinta Inn, que ya he mencionado, era el punto de reunión donde nos recogieron las familias de los Jets de Irving. La familia que me tocó era mexa. Nuestra primera parada fue en un supermercado, donde vi por primera vez el “zepelín” de refresco de 2 litros en botella de PET. No sé qué cara puse, pero me preguntaron si quería uno. Escogí uno de Sprite.
Quiero que piensen que esto sucedió en 1984, y yo vivía en un México gobernado por Miguel de la Madrid y golpeado por la crisis. Veníamos de un par de sexenios, esto lo supe cuando crecí, donde los productos gringos eran artículos de deseo. La fayuca. Los refrescos se vendían en botellas de vidrio, y la oferta en los refrigeradores se limitaba a la Coca-Cola, la Fanta, el Mirinda, el Seven Up y el Sidral Mundet. El six pack era una exquisitez que solo sucedía en el mundo de la cerveza, no se podía adquirir en la tiendita de la esquina un six de Coca, mucho menos de versiones dietéticas u otras sangronadas como el Dr. Pepper. Por supuesto, existían el Lulú, el Peñafiel (yo tomaba del rojo), la Sangría Señorial y, en mercados locales, la Yoli (oriunda de Acapulco) o la Zaraza Vargas (Veracruz). Con esto quiero decir que, evidentemente, México siempre ha tenido un romance intenso con las bebidas gaseosas carbonatadas. De niño, sentado en un restaurante me resultaba normal y socialmente aceptable exigir mi Peñafiel rojo con un popote. Eso era lo que bebíamos los niños. Mi papá tomaba un “Bull” en un tarro (un Bull normalmente contiene cerveza oscura, jugo de naranja, jugo de limón, ron blanco y jarabe), y mi hermano, supongo (porque me llevaba siete años de diferencia), una cerveza. ¿Superior o Tecate? Esas eran las opciones.
Mi familia materna es coahuilense, lo que quiere decir que tratan “del otro lado” despensa gringa de Laredo o McAllen, la cual mi hermano y yo mirábamos como quien ha encontrado un botín exótico: cigarros Vantage, frascos de Tylenol, mac and cheese, refrescos Shasta y Tab.
La gaseosa en lata no me era ajena. La diferencia, en aquel mes de septiembre de 1984, era que yo tenía 100 dólares en mi bolsa y muchas máquinas de refresco frente a mí.
Mi fetiche durante aquel viaje se convirtió en una sensacional obsesión que me hizo gastarme la mayoría del dinero en aquellas máquinas de refrescos. No me compré ropa. No me compré un videojuego. No me compré unos tenis. No me compré el Rancor de Return of the Jedi ni el flamante Rayita de Gremlins. La verdad es que me gasté esos 100 dólares en comida y… refrescos.
De regreso a México, el camión hizo una parada en Matehuala, SLP. Yo no tenía un solo dólar conmigo porque todo, todo se me había ido en los chingados refrescos. Todos mis amigos bajaron al restaurante a un lado de la carretera a comer algo. Yo me quedé en el camión, muerto de hambre, triste y desolado. El coach Prado, sin embargo, se apiadó de mí y me ordenó, con su voz imperiosa de coach de futbol americano, que bajara a comer algo.
Cuando llegué a México, y esta es una anécdota que siempre le gustó contar a mi mamá, le entregué mi maleta y me fui a dormir, fulminado de cansancio. Ella encontró un billete de 20 dólares hecho bolita en una de las bolsas de mis pantalones. Quedé como un chamaco irresponsable de 11 años que se estaba muriendo de hambre en Matehuala, SLP, dizque por no tener dinero.
Por otro lado… aquello significa que solo gasté 80 dólares en gaseosas ;)
En la clase de gimnasia a la que acudía mi hija todos los martes y jueves, había una máquina de refrescos con botellas de agua para refrescarse después de la práctica.
En cierta ocasión, de regreso a la casa, le conté mi obsesión con las vending machines y se quedó con cara de WTF. “¡Pero solo es una máquina de refrescos!”, exclamó. Comprendí que para ella era la cosa más normal del mundo, carente de toda magia. Igual que Netflix es una fuente interminable de series y películas. En los 80, cuando yo era un niño Stranger Things, tenía que esperar a la “barra infantil” a partir de las 4 pm para ver caricaturas en Canal 5. No podías poner pausa. Y no se veía taaaan bien con una antena de conejo. Pero ahora pienso que todo aquello era maravilloso.
Mientras yo pasé unos días en Irving, Texas, mi padre estuvo en un viaje de trabajo en París, Francia. Para su vuelo de conexión de regreso a casa se detuvo en algún aeropuerto de Estados Unidos (lo cual es importante para la historia, sigan leyendo), donde pudo hacer algo de shopping.
Arribamos a México el mismo día, yo unas horas antes que él. Recuerdo que me hice el dormido cuando él entró al cuarto, con maletas en mano, a darme un beso de buenas noches. Además de las maletas, me di cuenta que llevaba un paquete bajo el brazo.
¿Qué era? Un muñeco de Rayita de Gremlins. El que yo no me compré por gastarme todo mi dinero en máquinas de refrescos.
Hoy ese Rayita no tiene brazos. Y yo estoy lleno de canas. Y las máquinas de refrescos me siguen pareciendo un fetiche delicioso que me llena de felicidad.