Una de las imágenes fundamentales de Snoopy es cuando se tira de panza encima del techo de su casa, con los ojos cerrados. Snoopy es tragón, sabe escribir, juega al beisbol, a veces es travieso y domina el arte del sarcasmo. Pero si algo sabe hacer muy bien Snoopy es dormir. Como todos los perros, ¿no? Los canes son unos putos amos del sueño (aunque los gatos les ganan). La biología de un perro es la de los depredadores, y su cerebro está diseñado para dormir sin la preocupación existencial de ser devorado.
Un perro adulto necesita entre 8 y 13 horas de sueño, y en promedio obtiene 11 horas diarias. Eso es mucho más que lo que muchos adultos humanos duermen (fun fact: yo puedo dormir entre 8 y 9 horas por las noches). Tiene que ver, sin duda, que los perros no pagan renta. Ni impuestos. No tienen jefes jetones porque llegaron 5 minutos tarde al Zoom. No tienen que presentar exámenes. No conocen deadlines. Los perros de casa se la pasan chido.
Dentro de poco cumpliré un año durmiendo con un perro, y me parece valioso documentar los efectos que ha tenido en mí. El can en cuestión es Nugget, a.k.a. Bolsita de Caca. Es muy pequeña y peluda, tiene las patas muy largas, demasiado para ser tan chaparra. Su pelo es delgado y ralo, y por eso creo que ahora en invierno quiere pasar más tiempo entre las cobijas. En mi montaña podemos amanecer a 5 o 6 grados, así es que entiendo que la pobre Bolsita necesite calor (yo también).
Un poco de contexto: llevo durmiendo solo, en mi cama, en mi propia habitación, poco más de 20 años. He tenido varias parejas sentimentales desde entonces, y aunque con algunas sí he compartido colchón, no podría decir que se haya vuelto una rutina diaria. Lo mío es dormir solo, a mis anchas, con la cortina abajo y la luz apagada y a puerta cerrada, sobre todo para que mis ronquidos no anden molestando al prójimo. Aunque no tengo la mejor “higiene del sueño” (curiosa expresión), pues muchas veces me quedo dormido con la laptop o la tele o la lámpara encendida (o las tres cosas), también disfruto algunos rituales personales al acostarme: me quito los calcetines y masajeo mis pies con las piernas cruzadas, leo algo en mi teléfono o pongo tonterías en YouTube para arrullarme. Cuando apago la lámpara, jalo la cobija hacia mis hombros y me pongo de lado, yo creo que no tardo ni dos minutos en quedarme dormido. Es una bendición 🙏🏼.
Esta no es la primera vez que duermo con un perro en la misma habitación. En el año 2002 lo hice con el Jefe Chirpa, una perrita maltés que amé hasta las lágrimas y que se acurrucaba entre mis piernas. También vivía con Domel, mi perro bóxer; él descansaba en un clóset de casa de mi mamá. Algunos años más tarde dormía con Randall, mi Scottish Terrier que murió el año pasado. ¡Luego compartí el colchón con un gato! Se trataba de Gati Gatuna, quien se acomodaba en mi axila. Calientita, la canija.
Lo cual me trae a Bolsita. Ella es una chica muy especial. Aunque por lo general se comporta como perro y parece un perro (hay veces, sin embargo, que se asemeja más a un mapachito), tiene un comportamiento inusual para un can: no le gusta pasear. Los perros son excelsos caminadores, y disfrutan explorar y descubrir el mundo a través de sus narices siempre en movimiento. Pero no Bolsita: ella prefiere quedarse en casa. Le gusta cuando llegan los del súper o los de Uber Eats, y casi siempre los saluda con mucho ánimo, y también sale tantito (solo tantito) a oler la tierra de las macetas, o se aventura unos cuantos escalones hacia abajo… pero nada más. Cuando le muestras la correa, se esconde debajo de los sillones. En comparación nuestra otra perrita, Muga Muguita, incendia la casa con entusiasmo y celebra cada clic: el clic del arnés en su pecho, el clic de la correa en su arnés, el clic del estuche de los AirPods cerrándose (señal inequívoca de: “¡Papá va a escuchar un podcast y me va a sacar a pasear!”). Pero no sucede lo mismo con Bolsita. Ella pone cara de “a mí no me inviten a sus mamadas”.
Cortázar decía que los gatos no viajan:
Un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos.
Bolsita, en este sentido, es como un gato; es un animalito que se ha adueñado de un territorio y jamás lo abandona. Sin embargo, su alma de perro la hace ponerse a inspeccionar toda la casa: ella conoce todos los movimientos de los humanos con los que cohabita. Si alguien va al baño o al cuarto de lavado o por un cable al cajón, por lo general ahí está Bolsita, echando el ojo, oliendo y supervisando que todo se lleve a cabo según su propio y privado manual de operaciones. Ladra cuando tiene que ladrar. Juega (mucho) y rompe cosas. Ella no pasea pero, supongo, a su manera cuida la casa.
Y duerme. Juntos dormimos la siesta (un hallazgo personal de la pandemia) y casi a diario dormimos por las noches. Es demasiado pequeña para subirse sola a la cama, así es que siempre la ayudo. Como buen perro, sabe enroscarse para ganar calor, pero esa postura la adopta solo cuando se va a un rincón de la cama, y eso en meses calurosos —en esta época invernal prefiere el contacto físico, hacer tierra. Puede dormir en medio de mis piernas, pegada a mis muslos, debajo de las cobijas junto a mis costillas, empujándome la espalda o, como Gati, hecha bolita en mi axila.
Además de que soy un buen dormilón, soy un buen soñador. En el último año he tenido una cantidad espectacular de sueños; convivo con gente que conozco y lugares que se repiten noche tras noche, calles y edificios y parques y centros comerciales que no existen pero que parecen ser una mezcla de lo que vivo aquí (en la vigilia) y se reproducen allá (en el sueño). Despierto y pienso que efectivamente pasé todas esas horas en otro lugar, un lugar tan real como este donde ahorita soy Rodrigo y estoy tecleando estas palabras en una computadora.
Durante estos trayectos, quiero pensar, me acompaña una perrita. Por supuesto, la idea de que los animales nos cuidan en nuestras interacciones con otras realides no es nueva: los xolos eran los acólitos que guiaban a las almas al Mictlán. Y si para los antiguos egipcios el gato era un protector y una encarnación de los dioses, supongo que para mí esta perrita puede representar algún lugar profundo de mi psique que necesita compañía. ¡A lo mejor en mis sueños a Bolsita sí le gusta pasear!
Pero la mejor parte de dormir con ella, además de los evidentes beneficios físicos (sentir el contacto, la compañía, el calorcito, que no se queje de mis ronquidos), es despertar juntos. Nos reconocemos, modorros, y cada mañana es como si nos declaráramos nuestro amor. Yo le digo frases bobas con una voz de idiota que desconocía vivía adentro de mí, ella me enseña la panza, bosteza y me muestra su lengua flaquita. Nos damos besos. Nos olemos y nos revolcamos un ratito más entre las cobijas antes de empezar el día, llenos de oxitocina.
Así es que, si me preguntan, dormir con un perro ha resultado ser una maravillosa experiencia que ha traído chingos de beneficios a mi vida. Es el regalo diario que me da un animalito que antes vivía en una caja de cartón en la calle. ¿Ven cómo la felicidad se puede encontrar en los lugares menos esperados?
Sobre los pronombres
“Si yo tuviera que saber con qué se identifica ‘el otro’, no podría nunca referirme nunca a él o a ella (…) la manipulación de los pronombres o la sospecha de los pronombres mina la comunicación entre los seres humanos”. La increíble Carolina Sanín explica en este video, con porte y autoridad, el complicado tema de los pronombres desde un punto de vista lingüístico y por qué, lejos de reflejar la identidad, en realidad sirven para cosechar la desidentidad, la parte del discurso que nos permite la desintificación (¡lo cual es mucho más positivo de lo que suena!).
Sobre cómo los perros pueden “oler” el tiempo
La historia de Donut, el perro, sirve como ejemplo para que la Dra. Michaeleen Doucleff describa cómo es posible que, usando solo el olfato, los perros pueden identificar el paso del tiempo. Es un artículo muy lindo y breve, y nos acerca a la noción de que nuestros animales en casa son mucho más inteligentes de lo que pensamos.
Lean aquí (artículo de NPR).
Sobre accidentes ferroviarios
A propósito de la más reciente tragedia del Metro en la CDMX, mi amigo Densho hizo un hilo en Twitter en el que relata el caso de El descarrilamiento de Amagasaki, un terrible accidente de tren que sucedió hace 18 años en Japón. Después de leer, la pregunta que surge es: ¿algún día nuestras autoridades asumirán la responsabilidad de sus acciones e inacciones?


Una foto en mi carrete
¡Nos leemos pronto!